MISAL ROMANO
INSTAURADO POR DECRETO DEL SACROSANTO CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II PROMULGADO POR LA AUTORIDAD DEL PAPA PABLO VI
REVISADO POR DISPOSICIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II
INSTRUCCIÓN GENERAL
tomada de la tercera edición típica por disposición
de la Congregación sobre el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
PROEMIO
1. Cristo el Señor, cuando iba a celebrar con sus discípulos la Cena pascual en la que instituyó el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, ordenó preparar una sala grande, ya dispuesta (Lc 22,12). La Iglesia siempre se ha considerado comprometida por esta orden, al establecer normas relativas a la disposición de las personas, de los lugares, de los ritos, de los textos para la celebración de la Eucaristía. También las normas actuales que han sido promulgadas por la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II, y el nuevo Misal que en adelante empleará la Iglesia de Rito romano para la celebración de la Misa, son una nueva manifestación de esta solicitud de la Iglesia, de su fe y de su amor inalterable por el sublime misterio eucarístico, y atestiguan su tradición continua e ininterrumpida, aunque se hayan introducido algunas innovaciones.
Testimonio de fe inalterable
2. La naturaleza sacrificial de la Misa, solemnemente afirmada por el Concilio de Trento [1] de acuerdo con toda la tradición de la Iglesia, ha sido profesada nuevamente por el Concilio Vaticano II, profiriendo estas significativas palabras acerca de la Misa: “Nuestro Salvador, en la última Cena, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confiar así a su amada Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección”.[2]
Esta enseñanza del Concilio está expresada resumidamente en las fórmulas de la Misa. En efecto, la doctrina significada con precisión por esta frase del antiguo Sacramentario Leoniano: “cuantas veces se celebra el memorial de este sacrificio, se realiza la obra de nuestra redención”,[3] se encuentra adecuada y cuidadosamente expresada en las Plegarias eucarísticas; en éstas, el sacerdote, al hacer la anámnesis, se dirige a Dios en nombre de todo el pueblo, le da gracias, y le ofrece el sacrificio vivo y santo, es decir la ofrenda de la Iglesia y la Víctima por cuya inmolación Dios quiso devolvernos su amistad,[4] y pide que el Cuerpo y la Sangre de Cristo sean sacrificio agradable al Padre y salvación para todo el mundo.[5]
De este modo, en el nuevo Misal, la lex orandi responde a su perenne lex credendi; ésta nos recuerda que, salvo la manera diversa de ofrecer, es único y el mismo el sacrificio de la cruz y su renovación sacramental en la Misa, que el Señor instituyó en la última Cena y mandó a sus discípulos celebrarlo en memoria de él, y que por lo tanto la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio.
3. El misterio admirable de la presencia real del Señor bajo las especies eucarísticas, confirmado por el Concilio Vaticano II[6] y otros documentos del Magisterio de la Iglesia[7] en el mismo sentido y con la misma autoridad con que el Concilio de Trento lo había declarado materia de fe,[8] se pone de manifiesto en la celebración de la Misa, no sólo por las palabras de la consagración que hacen presente a Cristo por la transubstanciación, sino también por los signos de suma reverencia y adoración que tienen lugar en la Liturgia eucarística. Por ese motivo se exhorta al pueblo cristiano a honrar de una manera especial con su adoración, este admirable Sacramento el Jueves Santo en la Cena del Señor y en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
4. La naturaleza del sacerdocio ministerial, propio del obispo y del presbítero, que in persona Christi ofrece el sacrificio y preside la asamblea del pueblo santo, se manifiesta claramente en la disposición del mismo rito por la preeminencia del lugar asignado al sacerdote y por la función que desempeña. El contenido de esta función está enunciado y explicado clara y detalladamente en el prefacio de la Misa crismal del Jueves Santo, día en que se conmemora la institución del sacerdocio. En este texto se subraya la transmisión de la potestad sacerdotal por la imposición de las manos, enumerándose cada uno de los cometidos de esta potestad, que es continuación de la potestad de Cristo, Sumo Pontífice del Nuevo Testamento.
5. Por esta naturaleza del sacerdocio ministerial se manifiesta también el valor y la importancia del sacerdocio real de los fieles, cuyo sacrificio espiritual alcanza su consumación en la unión con el sacrificio de Cristo por el ministerio del Obispo y de los presbíteros.[9] En efecto, la celebración de la Eucaristía es acción de la Iglesia universal; y en ella cada uno hará todo y sólo lo que le corresponde conforme al grado que ocupa en el pueblo de Dios. De aquí la necesidad de prestar una particular atención a determinados aspectos de la celebración que, en el decurso de los siglos, algunas veces habían sido descuidados. Este pueblo es, en efecto, el Pueblo de Dios, adquirido por la Sangre de Cristo, congregado por el Señor, alimentado con su Palabra; pueblo llamado a elevar hasta Dios las oraciones de toda la familia humana; pueblo que en Cristo da gracias por el misterio de la salvación en el ofrecimiento de su sacrificio; pueblo que, por la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, se consolida en la unidad. Este pueblo es santo por su origen, sin embargo por su participación consciente, activa y fructuosa en el misterio eucarístico, crece de continuo en santidad.[10]
Una tradición ininterrumpida
6. Al enunciar las normas que se habían de seguir en la revisión del Ordo Missae, el Concilio Vaticano II determinó entre otras cosas, que algunos ritos “fueran restablecidos de acuerdo con la primitiva norma de los santos Padres”,[11] haciendo suyas las palabras de S. Pío V en la Constitución Apostólica Quo primum, al promulgar en 1570 el Misal Tridentino. El que ambos Misales Romanos convengan en las mismas palabras, no obstante mediar entre ellos cuatro siglos, demuestra claramente que ambos recogen una misma e idéntica tradición. Y si se examina el contenido interior de esta tradición, se comprende también con cuánto acierto el nuevo Misal completa al anterior.
7. En momentos realmente difíciles, en que se ponía en crisis la fe católica acerca de la naturaleza sacrificial de la Misa, del sacerdocio ministerial y de la presencia real y permanente de Cristo bajo las especies eucarísticas, S. Pío V se vio obligado ante todo a salvaguardar la tradición más reciente, sin razón atacada, y por ese motivo sólo se introdujeron mínimos cambios en el rito sagrado. En realidad, el Misal promulgado en 1570 difiere muy poco del primer Misal editado en 1474, que, a su vez, reproduce fielmente el Misal de la época de Inocencio III. Por lo demás, si bien los Códices de la Biblioteca vaticana sirvieron para enmendar algunas expresiones, aquella investigación de “antiguos y probados autores” se redujo a comentarios litúrgicos de la Edad Media.
8. En la actualidad, por el contrario, esta “norma de los santos Padres” que trataron de seguir los correctores del Misal de S. Pío V, se ha visto enriquecida con innumerables estudios de eruditos. Después de la primera edición del Sacramentario Gregoriano en 1571, los antiguos Sacramentarios romanos y ambrosianos han sido objeto de numerosas ediciones críticas, al igual que los antiguos libros litúrgicos hispanos y galicanos, que han aportado muchísimas oraciones de gran riqueza espiritual, ignoradas anteriormente.
Hoy, después del hallazgo de un considerable número de documentos litúrgicos, se conocen mejor las tradiciones de los primeros siglos, anteriores a la formación de los ritos de Oriente y de Occidente.
Por otra parte, el progreso de los estudios patrísticos ha permitido esclarecer la teología del misterio eucarístico mediante la enseñanza de los Padres más eminentes de la antigüedad cristiana, como S. Ireneo, S. Ambrosio, S. Cirilo de Jerusalén, S. Juan Crisóstomo.
9. Por eso, la “norma de los santos Padres” no sólo exige que se conserve la tradición transmitida por nuestros predecesores inmediatos, sino también que se abarque y estudie en profundidad todo el pasado de la Iglesia y todas las formas mediante las cuales su fe única se manifestó en contextos humanos y culturales tan diferentes entre sí, como las que existieron en las regiones semitas, griegas y latinas. Esta perspectiva más amplia nos permite ver cómo el Espíritu Santo suscita en el pueblo de Dios una maravillosa fidelidad en conservar inmutable el depósito de la fe en medio de tanta variedad de oraciones y ritos.
Adaptación a las condiciones actuales
10. El nuevo Misal al mismo tiempo que atestigua la lex orandi de la Iglesia Romana y preserva el depósito de la fe legado por los últimos Concilios, señala al mismo tiempo una etapa importantísima en la tradición litúrgica.
Cuando los Padres del Concilio Vaticano II repitieron las definiciones dogmáticas del Concilio de Trento, hablaban en una época muy diferente, y por eso pudieron aportar sugerencias y orientaciones pastorales totalmente imprevisibles hace cuatro siglos.
11. El Concilio de Trento ya había reconocido el gran valor catequético contenido en la celebración de la Misa; pero no le fue posible presuponer todas sus consecuencias prácticas. En realidad, muchos solicitaban, ya entonces, que se permitiera el uso de la lengua vernácula en la celebración del sacrificio eucarístico. Pero el Concilio, teniendo en cuenta las circunstancias que se daban en aquella época, consideró como deber suyo reafirmar la doctrina tradicional de la Iglesia, según la cual el sacrificio eucarístico es, ante todo, acción de Cristo, y por tanto su eficacia propia no se ve afectada por el modo de participación de los fieles. En consecuencia, se expresó con estas palabras firmes y mesuradas: “Si bien la Misa contiene una importante instrucción para el pueblo fiel, no pareció conveniente a los Padres que, como norma general, se celebrase en lengua vernácula”.[12] Y condenó a quien dijera que “debe reprobarse el rito de la Iglesia Romana en el cual la parte correspondiente al canon y las palabras de la consagración se pronuncian en voz baja; o que la Misa debe ser celebrada en lengua vernácula”.[13] Sin embargo, si por un lado prohibió el uso de la lengua vernácula en la Misa, por otro prescribió a los pastores de almas suplir esto con una adecuada catequesis: “para que las ovejas de Cristo no padezcan hambre ... el santo Sínodo manda a los pastores y a cuantos tienen cura de almas que en la celebración de la Misa, por sí mismos o por medio de otros, expliquen algo de lo que se lee en la Misa, y además expongan algún misterio de este santísimo sacrificio, principalmente en los domingos y días de fiesta”.[14]
12. Por eso, el Concilio Vaticano II reunido precisamente para adaptar la Iglesia a las necesidades de su función apostólica en nuestra época, consideró profundamente, como lo hiciera el de Trento, el carácter didáctico y pastoral de la sagrada Liturgia.[15] Y como hoy ningún católico niega la legitimidad y eficacia del sagrado rito celebrado en latín, pudo reconocer también que “el uso de la lengua vernácula es muy útil para el pueblo en no pocas ocasiones”, y autorizó su uso.[16] El entusiasmo con que en todas partes fue acogida esta facultad, tuvo como consecuencia que, bajo la dirección de los Obispos y de la misma Sede Apostólica, se haya permitido el uso de la lengua vernácula en todas las celebraciones con participación del pueblo, para que se comprenda con mayor plenitud el misterio celebrado.
13. Si bien el uso de la lengua vernácula en la Liturgia no es sino un instrumento, de suma importancia por cierto, para expresar más claramente la catequesis del misterio contenida en la celebración, el Concilio Vaticano II ha instado además a poner en práctica ciertas prescripciones del Concilio de Trento que no habían sido acatadas en todas partes, como la homilía en los domingos y días de fiesta,[17] y la posibilidad de intercalar algunas moniciones entre los mismos ritos sagrados.[18]
Pero el Concilio Vaticano II, al recomendar especialmente “la participación más perfecta en la Misa, la cual consiste en que los fieles, después de la Comunión del sacerdote, reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor”,[19] exhortó a llevar a la práctica otro deseo de los Padres de Trento: que para participar de un modo más pleno en la Misa “los fieles presentes comulguen no sólo espiritualmente, sino también por la recepción sacramental de la Eucaristía”.[20]
14. Impulsado por el mismo espíritu y el mismo celo pastoral, el Concilio Vaticano II pudo examinar desde un nuevo punto de vista lo establecido por el Concilio de Trento respecto a la Comunión bajo las dos especies. Ya que hoy nadie pone en duda los principios doctrinales del valor pleno de la Comunión eucarística recibida bajo la sola especie de pan, permitió en algunos casos la comunión bajo ambas especies, a saber, siempre que esta manifestación más clara del signo sacramental brinde a los fieles una oportunidad especial para captar mejor el misterio en el que participan.[21]
15. La Iglesia, que al conservar “lo antiguo”, es decir el depósito de la tradición, permanece fiel a su misión de maestra de la verdad, cumple asimismo con su deber de examinar y adoptar prudentemente “lo nuevo” (cf. Mt 13, 52).
Así, una parte del nuevo Misal presenta oraciones de la Iglesia más abiertamente orientadas a las necesidades de nuestro tiempo; de este tipo son especialmente las Misas rituales y para diversas necesidades, en las cuales lo tradicional y lo nuevo se combinan con acierto. Mientras que algunas expresiones provenientes de la más antigua tradición de la Iglesia han permanecido intactas, lo que puede verse en el mismo Misal Romano, en sus numerosas ediciones, muchas otras han sido adaptadas a las necesidades y circunstancias actuales. Otras, finalmente, como las oraciones por la Iglesia, los laicos, la santificación del trabajo humano, la comunidad de las naciones, y para ciertas necesidades propias de nuestro tiempo, han sido totalmente reelaboradas, tomando las ideas y a menudo los mismos términos de recientes documentos conciliares.
Del mismo modo, teniendo en cuenta la nueva situación del mundo actual, se pensó que no afectaba en nada a tan venerable tesoro la modificación de ciertas frases de textos tomados de la más antigua tradición, con el fin de adaptarlas al lenguaje teológico contemporáneo y a la actual disciplina de la Iglesia. Por eso han sido modificadas algunas formas de expresión relativas a la valoración y uso de los bienes terrenos, y otras que se refieren a una forma de penitencia corporal, propia de la Iglesia en otras épocas.
He aquí cómo en muchos aspectos, las normas litúrgicas del Concilio de Trento han sido completadas y perfeccionadas por las normas del Concilio Vaticano II: éste ha llevado a término los esfuerzos por acercar más a los fieles a la sagrada Liturgia, esfuerzos realizados durante cuatro siglos, y especialmente en los últimos tiempos, gracias al celo litúrgico desplegado por S. Pío X y sus sucesores.
CAPÍTULO 1
IMPORTANCIA Y DIGNIDAD
DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
16. La celebración de la Misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, tanto universal como local, y para todos los fieles individualmente.[22] En ella, en efecto, culmina la acción por la que Dios, en Cristo, santifica al mundo, y el culto que los hombres tributan al Padre, adorándolo por medio de Cristo, Hijo de Dios en el Espíritu Santo.[23] Además en ella de tal modo se conmemoran, en el transcurso del año, los misterios de la redención que, en cierta manera, se los hacen presentes.[24] Las demás acciones sagradas y todas las obras de la vida cristiana se relacionan con ella, de ella manan y a ella se ordenan.[25]
17. Por lo tanto es de suma importancia que la celebración de la Misa o Cena del Señor se ordene de tal modo que ministros y fieles, participando cada uno según su condición, saquen de ella frutos más abundantes.[26] Para obtener estos frutos Cristo el Señor instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre como memorial de su pasión y resurrección, y lo confió a su amada Esposa la Iglesia.[27]
18. Esto se hará adecuadamente si, atendiendo a la naturaleza y demás circunstancias de cada asamblea litúrgica, toda la celebración se dispone de tal modo que lleve a los fieles a una participación consciente, activa y plena, de cuerpo y alma, ferviente por la fe, esperanza y caridad. Así lo desea vivamente la Iglesia y lo exige la naturaleza misma de la celebración. Y a esta participación tiene derecho y obligación el pueblo cristiano en virtud del bautismo.[28]
19. Aunque la presencia y activa participación de los fieles, lo que manifiesta con mayor claridad la naturaleza eclesial de la celebración, a veces no pueda darse,[29] la celebración eucarística siempre está dotada de eficacia y dignidad, ya que es acto de Cristo y de la Iglesia, en la que el sacerdote cumple su principal ministerio y obra siempre por la salvación del pueblo.
Por eso se le recomienda que, según su posibilidad, celebre el sacrificio eucarístico cotidianamente.[30]
20. Puesto que la celebración eucarística, como también toda la Liturgia, se realiza mediante signos sensibles, por los que la fe se alimenta, fortalece y expresa,[31] se debe procurar cuidadosamente seleccionar y ordenar aquellas formas y elementos propuestos por la Iglesia que, atendiendo a las circunstancias de personas y lugares, favorezcan más intensamente una participación activa y plena, y respondan mejor a la utilidad espiritual de los fieles.
21. De ahí que esta Instrucción tiene por objeto proporcionar tanto los lineamientos generales, para la adecuada ordenación de la celebración de la Eucaristía, cuanto proponer las normas según las cuales se dispongan cada una de las formas de celebración.[32]
22. La celebración de la Eucaristía en la Iglesia particular es de suma importancia.
El Obispo diocesano, primer dispensador de los misterios de Dios en la Iglesia particular a él confiada, es el moderador, promotor y custodio de toda la vida litúrgica.[33] En las celebraciones que él preside, especialmente en la celebración eucarística, presidida por él con la participación del presbiterio, de los diáconos y del pueblo, se manifiesta el misterio de la Iglesia. Por lo cual la celebración de este tipo de Misas debe ser ejemplo para toda la diócesis.
Debe empeñarse, pues, en que los presbíteros, diáconos y fieles laicos, comprendan siempre con mayor profundidad el sentido genuino de los ritos y de los textos litúrgicos, y así tiendan a una celebración activa y fructuosa de la Eucaristía. Con este mismo fin, vele para que se acreciente la dignidad de las celebraciones, a lo cual contribuye en gran manera la belleza del lugar sagrado, de la música y del arte.
23. Además para que la celebración responda más plenamente a las prescripciones y al espíritu de la sagrada Liturgia, y se aumente su eficacia pastoral, en esta Instrucción general y en el Ordo Missae, se presentan algunas acomodaciones y adaptaciones.
24. Estas adaptaciones consisten, a lo sumo, en la elección de algunos ritos y textos, es decir de cantos, lecciones, oraciones, moniciones y gestos necesarios para responder mejor a la preparación y mentalidad de los participantes, y se encomiendan al sacerdote celebrante. Sin embargo, recuerde el sacerdote que es servidor de la sagrada Liturgia y que no le está permitido en la celebración de la Misa añadir, quitar o cambiar cosa alguna por iniciativa propia.[34]
25. Además en el Misal se indican en su lugar algunas adaptaciones que, según la constitución sobre la sagrada Liturgia, competen al Obispo diocesano o a las Conferencias Episcopales[35] (cf. nn. 387, 388-393).
26. En lo que se refiere a los cambios y adaptaciones más importantes en consonancia con las tradiciones e índole de los pueblos y regiones que, según el espíritu del art. 40 de la Constitución sobre la sagrada Liturgia se introducen por necesidad o conveniencia, obsérvese lo que se dice en la Instrucción: “La Liturgia romana y la inculturación”[36] y en los nn. 395-399 de esta Instrucción.
CAPÍTULO II
ESTRUCTURA DE LA MISA,
SUS ELEMENTOS Y PARTES
I. ESTRUCTURA GENERAL DE LA MISA
27. En la Misa o Cena del Señor, el pueblo de Dios es congregado bajo la presidencia del sacerdote celebrante que oficia in persona Christi, para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarístico.[37] Por lo cual en la asamblea local de la santa Iglesia se realiza eminentemente la promesa de Cristo: “donde dos o tres se hallan congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Pues en la celebración de la Misa en la cual se perpetúa el sacrificio de la Cruz,[38] Cristo está realmente presente en la misma asamblea reunida en su nombre, en la persona del ministro, en su Palabra, y sustancial y permanente, bajo las especies eucarísticas.[39]
28. La Misa se puede decir que consta de dos partes: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística, tan íntimamente unidas, que constituyen un solo acto de culto.[40] En efecto, en la Misa se prepara la mesa tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, en la que los fieles se instruyen y alimentan.[41] Otros ritos inician y concluyen la celebración.
II. LOS DIVERSOS ELEMENTOS DE LA MISA
Lectura de la Palabra de Dios y su explicación
29. Cuando en la Iglesia se leen las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su Palabra, anuncia el Evangelio.
Por eso las lecturas de la Palabra de Dios que constituyen un elemento de suma importancia en la Liturgia, deben ser escuchadas por todos con veneración. Aunque en las lecturas de las Sagradas Escrituras la Palabra de Dios se dirige a los hombres de todos los tiempos y está al alcance de su entendimiento, sin embargo su comprensión y eficacia es favorecida con una explicación viva, es decir con la homilía, que es parte de la acción litúrgica.[42]
Oraciones y otras partes que corresponden al sacerdote
30. Entre las atribuciones del sacerdote ocupa el primer lugar la Plegaria eucarística, que es la cumbre de toda la celebración. A continuación están las oraciones, es decir la oración colecta, la oración sobre las ofrendas y la oración después de la Comunión. El sacerdote que preside la asamblea en representación de Cristo, dirige a Dios estas oraciones en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes.[43] Con razón, pues, se las llama “oraciones presidenciales”.
31. También corresponde al sacerdote, que ejerce la función de presidente de la asamblea congregada, hacer algunas moniciones previstas en el mismo rito. Donde lo establecen las rúbricas, el celebrante puede adaptarlas hasta cierto punto para que los participantes las comprendan mejor; no obstante cuide el sacerdote de conservar el sentido de la monición propuesta en el Misal y de expresarla en pocas palabras. También compete al sacerdote que preside proclamar la Palabra de Dios e impartir la bendición final. Además, le está permitido introducir a los fieles, con brevísimas palabras, en la Misa del día, después del saludo inicial y antes del rito penitencial; en la liturgia de la Palabra, antes de las lecturas; en la Plegaria eucarística, antes del Prefacio, pero nunca dentro de la Plegaria misma; y también concluir toda la acción sagrada, antes de la despedida.
32. Las partes “presidenciales” por su misma naturaleza, exigen que se pronuncien en voz alta y clara, y que todos las escuchen con atención.[44] Por tanto, mientras el sacerdote las profiere, no haya otras oraciones ni cantos, y calle el órgano o cualquier otro instrumento musical.
33. El sacerdote, como presidente, pronuncia las oraciones en nombre de la Iglesia y de la comunidad reunida, pero a veces lo hace tan sólo en nombre propio, para poder cumplir su ministerio con mayor atención y piedad. Estas oraciones que se proponen antes de la lectura del Evangelio, en la preparación de las ofrendas, y también antes y después de la comunión del sacerdote, se dicen en secreto.
Otras fórmulas de la celebración
34. Como la celebración de la Misa es por naturaleza “comunitaria”,[45] los diálogos entre el celebrante y los fieles reunidos, y también las aclamaciones, tienen una gran fuerza[46]: no sólo son signos externos de la celebración común, sino que favorecen y realizan la comunión entre el sacerdote y el pueblo.
35. Las aclamaciones y las respuestas a los saludos del sacerdote y a las oraciones constituyen ese grado de participación activa que se pide a los fieles reunidos, en cualquier forma de Misa, para que quede expresada y se favorezca la acción de toda la comunidad.[47]
36. Otras partes que manifiestan y favorecen en gran manera la participación activa de los fieles y que se asignan a toda la asamblea convocada, son principalmente el acto penitencial, la profesión de fe, la oración universal y la oración del Señor.
37. De las otras fórmulas:
a) algunas tienen por sí mismas valor de rito o de acto, como el himno Gloria, el salmo responsorial, el Aleluia y el verso antes del Evangelio, el Santo, la aclamación de la anámnesis, el canto después de la Comunión;
b) otras, como el canto de entrada, del ofertorio, de la fracción del pan (Cordero de Dios) y de la Comunión, acompañan un rito.
Modos de leer los diversos textos
38. En los textos que se han de proclamar en voz alta y clara, sea por el sacerdote o el diácono, o por el lector o por todos, la voz ha de adaptarse a la índole del respectivo texto, según se trate de lectura, oración, monición, aclamación o canto; igualmente debe responder a la clase de celebración y al grado de comprensión de la asamblea. Además téngase en cuenta la índole de las diversas lenguas y el genio de los pueblos.
Por tanto, en las rúbricas y normas que se dan a continuación, los verbos “decir” o “pronunciar”, se refieren tanto al canto como a la recitación, y han de observarse los principios arriba establecidos.
Importancia del canto
39. El Apóstol exhorta a los fieles congregados para esperar la venida de su Señor a que canten todos juntos salmos, himnos y cánticos espirituales (cf. Col 3, 16). Pues el canto es una señal de júbilo del corazón (cf. Hch 2, 46). De ahí que S. Agustín diga con razón: “cantar es propio del que ama”[48], y también el antiguo proverbio: “el que canta bien, ora dos veces”.
40. En la celebración de la Misa debe darse gran importancia al canto, atendiendo a la índole del pueblo y de las posibilidades de cada asamblea litúrgica. Aunque no siempre sea necesario, por ejemplo en las Misas feriales, cantar todos los textos destinados de por sí a ser cantados, se debe procurar que no falte el canto de los ministros y del pueblo en las celebraciones que tienen lugar los domingos y fiestas de precepto.
En la selección de las partes que de hecho se van a cantar, se dará la preferencia a las más importantes, y en especial, a las que debe cantar el sacerdote o el diácono o el lector, con respuesta del pueblo, o el sacerdote y el pueblo al mismo tiempo.[49]
41. Se ha de dar el primer lugar, en igualdad de circunstancias, al canto gregoriano como propio de la Liturgia romana. Los demás géneros de música sacra, y en particular la polifonía, de ninguna manera han de excluirse, con tal que respondan al espíritu de la acción litúrgica y fomenten la participación de todos los fieles.[50]
Como cada día es más frecuente el encuentro de fieles de diversas naciones, conviene que esos mismos fieles sepan cantar juntos en latín, con melodías sencillas, al menos algunas partes del ordinario de la Misa, especialmente el Símbolo de la fe y la oración del Señor.[51]
Gestos y posturas
42. Los gestos y las posturas corporales tanto del sacerdote, del diácono y de los ministros, como del pueblo, deben tender a que toda la celebración resplandezca con dignidad y noble sencillez, que se comprenda el verdadero y pleno significado de cada una de sus partes y que favorezca la participación de todos.[52] Por lo tanto se prestará mayor atención a todo lo determinado por esta Instrucción general y recibido de la praxis del Rito romano, que lleve al bien común espiritual del pueblo de Dios, antes que cualquier inclinación personal o arbitraria.
La uniformidad de las posturas observada por todos los participantes es signo de la unidad de los miembros de la comunidad cristiana congregados para la sagrada Liturgia: pues expresa y fomenta la comunión de espíritu y sentimientos de los participantes.
43. Los fieles permanecen de pie desde el comienzo del canto de entrada, o mientras el sacerdote se acerca al altar, hasta la oración colecta inclusive; durante el canto del Aleluia antes del Evangelio, durante la proclamación del Evangelio, durante la profesión de fe y la oración universal; también desde la invitación Orad hermanos antes de la oración sobre las ofrendas hasta el fin de la Misa, excepto en los momentos que se indican más abajo.
Estarán sentados mientras se proclaman las lecturas antes del Evangelio y el salmo responsorial; durante la homilía y mientras se preparan las ofrendas para el ofertorio; y, según las circunstancias, durante el momento de silencio sagrado después de la Comunión.
Pero han de arrodillarse, a no ser que lo impida un motivo de salud o la falta de espacio o el gran número de los asistentes u otras causas razonables, durante la consagración. Los que no se arrodillan para la consagración harán una inclinación profunda cuando el sacerdote se arrodilla después de la consagración.
Compete sin embargo a las Conferencias Episcopales adaptar, según la norma del derecho, los gestos y las posturas mencionadas en el Ordo Missae, a la índole y a las tradiciones razonables de los pueblos.[53] Pero cuídese que las adaptaciones respondan al sentido e índole de cada una de las partes de la celebración. Donde se acostumbra que el pueblo permanezca de rodillas desde que termina el Santo hasta el fin de la Plegaria eucarística, y también antes de la Comunión cuando el sacerdote dice Este es el Cordero de Dios manténgase esta práctica elogiable.
Para lograr esta uniformidad en gestos y posturas durante una misma celebración, obedezcan los fieles a las moniciones que hacen los diáconos, o el ministro laico o el sacerdote, conforme a lo establecido en el Misal.
44. Entre los gestos se incluyen también las acciones y procesiones, como cuando el sacerdote con el diácono, y los ministros, se acercan al altar; cuando el diácono antes de la proclamación del Evangelio lleva al ambón el Evangeliario o libro de los Evangelios; cuando los fieles llevan las ofrendas y se acercan a la Comunión. Conviene que estas acciones y procesiones se realicen decorosamente, acompañadas con los cantos correspondientes, según las normas establecidas para cada caso.
El silencio
45. También como parte de la celebración, debe guardarse a su tiempo un silencio sagrado.[54] Su naturaleza depende del momento en que se guarda en cada celebración. Así, en el acto penitencial y después de la invitación a orar, todos se recogen interiormente; después de la lectura o la homilía, meditan brevemente la palabra escuchada; después de la Comunión, alaban y oran a Dios en su corazón.
Ya antes de la celebración guárdese un respetuoso silencio en la iglesia, en la sacristía y lugares adyacentes, para que todos puedan prepararse a la celebración devota y religiosamente.
III. DIVERSAS PARTES DE LA MISA
A) RITOS INICIALES
46. Los ritos que preceden a la liturgia de la Palabra, es decir la entrada, el saludo, el acto penitencial, el Señor, ten piedad, el Gloria y la oración colecta, tienen carácter de exordio, introducción y preparación.
Su finalidad es hacer que los fieles reunidos constituyan una comunidad y se dispongan a escuchar debidamente la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía.
En las celebraciones que, a tenor de los libros litúrgicos, se unen con la Misa, se omiten los ritos iniciales o se realizan de un modo particular.
Entrada
47. Una vez reunido el pueblo, mientras entra el sacerdote con el diácono y los ministros, comienza el canto de entrada. La finalidad de este canto es abrir la celebración, fomentar la unión de los que se han congregado e introducir los espíritus en el misterio del tiempo litúrgico o de la fiesta, y acompañar la procesión del sacerdote y los ministros.
48. Lo cantan alternando el coro y el pueblo o de modo similar un cantor y el pueblo; o bien todo el pueblo o solamente el coro. Se puede emplear una antífona con su salmo como se encuentra en el Gradual romano o en el Graduale Simplex, u otro canto que convenga a la acción sagrada y al carácter del día o del tiempo, cuyo texto haya sido aprobado por la Conferencia Episcopal.[55]
Si no hubiera canto de entrada, recitarán la antífona indicada en el Misal los fieles o algunos de ellos o un lector o, en último caso, el mismo sacerdote, quien podrá adaptarla a modo de monición inicial (cf. n. 31).
Saludo al altar y al pueblo congregado
49. El sacerdote, los diáconos y los ministros, cuando llegan al presbiterio, saludan al altar con una inclinación profunda.
En señal de veneración, el sacerdote y el diácono besan después el altar; y el sacerdote, según las circunstancias, inciensa la cruz y el altar.
50. Concluido el canto de entrada, el sacerdote, de pie ante la sede, se signa junto con toda la asamblea con la señal de la cruz; luego mediante el saludo manifiesta a la comunidad congregada la presencia del Señor. Este saludo y la respuesta del pueblo hacen patente el misterio de la Iglesia congregada.
Después del saludo, el sacerdote, o el diácono o el ministro laico, con brevísimas palabras, puede introducir a los fieles en la Misa del día.
Acto penitencial
51. Luego el sacerdote invita al acto penitencial que, después de una breve pausa de silencio, hace toda la comunidad mediante una fórmula de confesión general, y que el sacerdote concluye con la absolución, la cual, sin embargo, carece de la eficacia del sacramento de la Penitencia.
El domingo, especialmente durante el tiempo pascual, en lugar del acostumbrado acto penitencial, puede hacerse alguna vez la bendición y aspersión del agua en memoria del bautismo.[56]
Señor, ten piedad
52. Después del acto penitencial comienza siempre el Señor, ten piedad, a menos que éste ya haya formado parte del mismo acto penitencial. Siendo un canto en el que los fieles aclaman al Señor e imploran su misericordia, de ordinario será cantado por todos, es decir, tomarán parte en él el pueblo y los cantores o un cantor.
Cada aclamación normalmente se repetirá dos veces, sin excluir un número mayor, por razón de la índole peculiar de cada lengua o de las exigencias del arte musical o de las circunstancias. Cuando el Señor, ten piedad se canta como parte del acto penitencial se propone un “tropo” para cada aclamación.
Gloria a Dios
53. El Gloria es el himno antiquísimo y venerable por el que la Iglesia congregada en el Espíritu Santo glorifica a Dios Padre y al Cordero, y le suplica. El texto de este himno no puede ser cambiado por otro. Lo comienza el sacerdote o, según las circunstancias, un cantor o los cantores, pero es cantado o por todos juntos, o alternando el pueblo con los cantores, o sólo por los cantores. Si no se canta, lo recitarán todos juntos o alternando en dos coros.
Se canta o se recita los domingos, excepto en tiempo de Adviento y de Cuaresma, en las solemnidades y fiestas, y en algunas celebraciones peculiares más solemnes.
Oración colecta
54. Después el sacerdote invita al pueblo a orar, y todos, junto con el sacerdote, guardan un breve silencio para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular interiormente sus intenciones y deseos. Entonces el sacerdote profiere la oración, que suele llamarse “colecta”, y por la cual se expresa la naturaleza de la celebración. Conforme a una antigua tradición de la Iglesia, normalmente la oración colecta se dirige a Dios Padre, por Cristo en el Espíritu Santo,[57] y termina con la conclusión trinitaria, es decir la más larga, de este modo:
– si se dirige al Padre: Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos;
– si se dirige al Padre, pero al final se menciona al Hijo: Que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos;
– si se dirige al Hijo: Que vives y reinas con Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo, y eres Dios por los siglos de los siglos.
El pueblo, uniéndose a la súplica, hace suya la oración con la aclamación Amén.
En la Misa siempre se dice una sola oración colecta.
B) LITURGIA DE LA PALABRA
55. Las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura con los cantos que se intercalan, constituyen la parte principal de la liturgia de la Palabra; la homilía, la profesión de fe y la oración universal u oración de los fieles la desarrollan y concluyen. Pues en las lecturas que la homilía explica, Dios habla a su pueblo,[58] manifiesta el misterio de la redención y salvación, y brinda el alimento espiritual; y Cristo por su Palabra se hace presente en medio de su pueblo.[59] El pueblo hace suya esta Palabra por el silencio y los cantos, y se adhiere a ella por la profesión de fe; y alimentado por ella, ruega en la oración universal por las necesidades de toda la Iglesia y por la salvación de todo el mundo.
El silencio
56. La liturgia de la Palabra será celebrada de tal modo que favorezca la meditación, por eso se evitará completamente toda clase de prisa que impida el recogimiento. Conviene que en ella también se den momentos breves de silencio, adaptados a la asamblea congregada, en los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, la Palabra de Dios sea acogida en el corazón y mediante la oración se prepare la respuesta. Estos momentos de silencio pueden guardarse oportunamente, por ejemplo antes de que comience la misma Liturgia de la Palabra, después de la primera y de la segunda lectura, y al terminar la homilía.
Lecturas bíblicas
57. En las lecturas se prepara la mesa de la Palabra de Dios a los fieles y se les abren los tesoros de la Biblia.[61] Por lo cual se debe conservar la disposición de las lecturas bíblicas que esclarecen la unidad de ambos Testamentos y de la historia de la salvación; y no está permitido que las lecturas y el salmo responsorial que contienen la Palabra de Dios, sean cambiados por otros textos no bíblicos.[62]
58. En la celebración de la Misa con pueblo, las lecturas se proclamarán siempre desde el ambón.
59. La lectura de estos textos, según la tradición, no es una función presidencial sino ministerial. Por lo tanto un lector hará las lecturas, pero el Evangelio será anunciado por el diácono o, en su ausencia, por otro sacerdote. Sin embargo, si no hubiera diácono u otro sacerdote, el mismo sacerdote celebrante leerá el Evangelio; y si tampoco hubiera un lector idóneo, el sacerdote celebrante también proferirá las otras lecturas.
Después de cada lectura, el que la lee dice la aclamación, y el pueblo congregado, con su respuesta, venera la Palabra de Dios recibida con fe y espíritu agradecido.
60. La lectura del Evangelio es la cumbre de la liturgia de la Palabra. La Liturgia enseña que se le ha de tributar suma veneración cuando la distingue entre las demás lecturas con especiales muestras de honor, sea por parte del ministro delegado para anunciarlo y por la bendición o la oración con que se dispone a hacerlo, sea por parte de los fieles, que con sus aclamaciones reconocen y confiesan la presencia de Cristo que les habla, y escuchan la lectura de pie, sea por los mismos signos de veneración que se tributan al Evangeliario.
Salmo responsorial
61. Después de la primera lectura sigue el salmo responsorial, que es parte integral de la liturgia de la Palabra y de por sí tiene una gran importancia litúrgica y pastoral, por cuanto favorece la meditación de la Palabra de Dios.
El salmo responsorial será el correspondiente a cada lectura y normalmente se tomará del Leccionario.
Es conveniente que el salmo responsorial sea cantado, al menos en lo que se refiere a la respuesta del pueblo. El salmista, o el cantor del salmo, profiere los versículos del salmo en el ambón o en otro lugar adecuado, mientras que toda la asamblea permanece sentada y escucha, y más aún participa con la respuesta, a no ser que el salmo sea proferido de modo directo, es decir sin respuesta. Para facilitar la respuesta salmódica del pueblo, se han seleccionado algunos textos de respuestas y de salmos según los diversos tiempos del año o las diversas categorías de Santos, que pueden emplearse en lugar del texto correspondiente a la lectura, siempre que el salmo sea cantado. Si el salmo no puede ser cantado, se lo ha de recitar del modo más adecuado para favorecer la meditación de la Palabra de Dios.
En lugar del salmo asignado en el Leccionario puede cantarse también el responsorio Gradual del Gradual romano o el salmo responsorial o el aleluiático del Graduale Simplex, según se indica en esos libros.
Aclamación antes de la lectura del Evangelio
62. Después de la lectura que precede inmediatamente al Evangelio, se canta el Aleluia u otro canto establecido por las rúbricas, según lo pide el tiempo litúrgico. Esta aclamación por sí misma constituye un rito o un acto por el que la asamblea de los fieles recibe y saluda al Señor que le hablará en el Evangelio y confiesa su fe con el canto. Es cantado por todos de pie, iniciándolo los cantores o un cantor, y si fuera necesario, se repite; pero el versículo es cantado por los cantores o por un cantor.
a) el Aleluia se canta en todos los tiempos, excepto en Cuaresma. Los versículos se toman del Leccionario o del Gradual.
b) en el tiempo de Cuaresma, en lugar del Aleluia se canta el versículo antes del Evangelio, presentado en el Leccionario. También se puede cantar otro salmo o el tracto, como se encuentra en el Gradual.
63. Cuando hay sólo una lectura antes del Evangelio:
a) en los tiempos en que se dice Aleluia se puede tomar o el salmo aleluiático o el salmo y Aleluia con su versículo;
b) en el tiempo en que no se dice Aleluia se puede tomar o el salmo y el versículo antes del Evangelio o sólo el salmo.
c) el Aleluia y el versículo antes del Evangelio si no se cantan, pueden omitirse.
64. La Secuencia, que excepto la de Pascua y la de Pentecostés, es ad libitum, se canta después del Aleluia.
Homilía
65. La homilía es parte de la Liturgia y se la recomienda encarecidamente[63], pues es alimento necesario para la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto de las lecturas de la Sagrada Escritura o de otro texto del Ordinario o del Propio de la Misa del día, teniéndose en cuenta el misterio que se celebra y las necesidades particulares de los oyentes.[64]
66. De ordinario hará la homilía el mismo sacerdote celebrante o éste se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o algunas veces, según las circunstancias, a un diácono, pero nunca a un laico.[65] En casos particulares y por justa causa, también puede hacer la homilía un Obispo o presbítero que esté presente en la celebración pero que no puede concelebrar.
Los domingos y fiestas de precepto debe haber homilía en todas las Misas que se celebran con asistencia del pueblo, y no se la puede omitir, sino por un motivo grave; los demás días se recomienda, especialmente en las ferias de Adviento, Cuaresma y tiempo pascual, como también en otras fiestas y ocasiones en que el pueblo acude en mayor número a la iglesia[66].
Es oportuno guardar un breve momento de silencio después de la homilía.
Profesión de fe
67. El Símbolo o profesión de fe tiende a que todo el pueblo congregado responda a la Palabra de Dios anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura y expuesta en la homilía, y a que, al proclamar la norma de su fe, con la fórmula aprobada para el uso litúrgico, recuerde y confiese los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía.
68. El Símbolo lo debe decir o cantar el sacerdote junto con el pueblo los domingos y solemnidades; también puede decirse en celebraciones más solemnes.
Si se canta, lo comienza el sacerdote o, según las circunstancias, un cantor o los cantores, pero será cantado por todos juntos, o por el pueblo alternando con los cantores.
Si no se canta, lo recitarán todos juntos o alternando en dos coros.
Oración universal
69. En la oración universal u oración de los fieles, el pueblo, en cierto modo responde a la Palabra de Dios recibida con fe y, ejerciendo la función de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos. Conviene que esta oración se haga normalmente en todas las Misas con asistencia del pueblo, para que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren alguna necesidad y por todos los hombres y la salvación del mundo entero.[67]
70. Las series de intenciones, de ordinario, serán:
a) por las necesidades de la Iglesia;
b) por los gobernantes y por la salvación del mundo entero;
c) por los que sufren cualquier dificultad;
d) por la comunidad local.
Sin embargo, en algunas celebraciones particulares, como Confirmación, Matrimonio, Exequias, el orden de las intenciones puede considerar más de cerca esa ocasión particular.
71. Compete al sacerdote celebrante dirigir esta oración desde la sede. Él la introduce con una breve monición con la que invita a los fieles a orar, y la termina con la oración conclusiva. Las intenciones que se proponen han de ser sobrias, compuestas con sabia libertad y pocas palabras, y deben expresar la súplica de toda la comunidad. Normalmente serán proferidas desde el ambón u otro lugar adecuado, por el diácono o un cantor o un lector o un fiel laico.[68]
El pueblo, de pie, expresa su súplica con una invocación común después de cada intención, o bien con la oración en silencio.
C) LITURGIA EUCARÍSTICA
72. En la última Cena, Cristo instituyó el sacrificio y banquete pascual, por el que el sacrificio de la cruz se hace continuamente presente en la Iglesia, cuando el sacerdote, representando a Cristo el Señor, realiza lo mismo que el Señor hizo y encomendó a sus discípulos que hicieran en memoria de él.[69]
Cristo tomó el pan y el cáliz, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad, comed, bebed; éste es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi Sangre. Haced esto en conmemoración mía. Por eso, la Iglesia ha ordenado toda la celebración de la Liturgia eucarística con estas partes, que responden a las Palabras y a las acciones de Cristo. En efecto:
1) En la preparación de los dones, se llevan al altar pan, vino y agua, o sea los mismos elementos que Cristo tomó en sus manos.
2) En la Plegaria eucarística se da gracias a Dios por toda la obra de la salvación; y se hace la ofrenda del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
3) Por la fracción del pan y por la Comunión los fieles, aunque muchos, reciben de un único pan el Cuerpo y de un único cáliz la Sangre del Señor, del mismo modo que los Apóstoles lo recibieron de manos del mismo Cristo.
Preparación de los dones
73. Al comienzo de la liturgia eucarística se llevan al altar los dones que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
En primer lugar se prepara el altar o mesa del Señor, que es el centro de toda la liturgia eucarística, [70] y se colocan sobre él el corporal, el purificador, el Misal y el cáliz, si no se ha preparado en la credencia. Luego se traen las ofrendas: es de desear que el pan y el vino sean presentados por los fieles; el sacerdote o el diácono los recibe en un lugar adecuado para llevarlos al altar. Aunque los fieles ya no contribuyan con el pan y el vino destinados a la liturgia, como se hacía antiguamente, no obstante, el rito de presentarlos conserva su fuerza y significado espiritual.
También se puede recibir dinero u otros dones para los pobres o para la iglesia, traídos por los fieles o recolectados en la nave de la iglesia, y que se colocarán en un lugar conveniente, fuera de la mesa eucarística.
74. Acompaña la procesión en la que se llevan las ofrendas el canto del ofertorio (cf. n. 37b), que se prolonga por lo menos hasta que las ofrendas han sido colocadas sobre el altar. Las normas sobre el modo de cantarlo son las mismas que para el canto de entrada (cf. n. 48). El canto siempre puede acompañar los ritos del ofertorio, incluso cuando no hay procesión de dones.
75. El sacerdote coloca el pan y el vino sobre el altar, diciendo las fórmulas establecidas, puede incensar los dones colocados sobre el altar, luego la cruz y el altar, para significar que la oblación de la Iglesia y su oración suben como incienso hasta la presencia de Dios. Después el sacerdote, por causa de su sagrado ministerio, y el pueblo, en razón de su dignidad bautismal, pueden ser incensados por el diácono o por otro ministro.
76. Luego el sacerdote se lava las manos al costado del altar, expresando por este rito el deseo de purificación interior.
Oración sobre las ofrendas
77. Una vez depositadas las ofrendas en el altar y concluidos los ritos correspondientes, con la invitación a orar junto con el sacerdote y la oración sobre las ofrendas, se concluye la preparación de los dones y se prepara la Plegaria eucarística.
En la Misa se dice una sola oración sobre las ofrendas, que concluye con la terminación breve: Por Jesucristo nuestro Señor; y si al final se hace mención del Hijo: Que vive y reina por los siglos de los siglos.
Plegaria eucarística
78. Ahora comienza el centro y cumbre de toda la celebración: la Plegaria eucarística, es decir, la Plegaria de acción de gracias y de santificación. El sacerdote invita al pueblo a elevar los corazones al Señor en la oración y acción de gracias y lo asocia a la oración que, en nombre de toda la comunidad, él dirige a Dios Padre, por Jesucristo en el Espíritu Santo. El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la alabanza de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio. La Plegaria eucarística exige que todos la escuchen con respeto y en silencio.
79. Los principales elementos de la Plegaria eucarística pueden distinguirse de esta manera:
a) Acción de gracias (que se expresa principalmente en el Prefacio), en la cual el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da gracias por la obra de la salvación o por algún aspecto particular de la misma, según los diversos días, fiestas o tiempos.
b) Aclamación: con ella toda la comunidad, uniéndose a las virtudes celestiales, canta el Santo. Esta aclamación, que forma parte de la Plegaria eucarística, es proferida por todo el pueblo junto con el sacerdote.
c) Epíclesis: con ella la Iglesia, por medio de invocaciones peculiares, implora la fuerza del Espíritu Santo, para que los dones ofrecidos por los hombres sean consagrados; es decir, se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada que se va a recibir en la Comunión, sea para salvación de quienes van a participar de ella.
d) Narración de la institución y consagración: por las Palabras y acciones de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena, cuando ofreció su Cuerpo y Sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus discípulos como comida y bebida y les dejó el mandato de perpetuar el misterio.
e) Anámnesis: con ella la Iglesia, cumpliendo el mandato que recibió de Cristo el Señor por medio de los Apóstoles, realiza el memorial del mismo Cristo recordando especialmente su bienaventurada pasión, su gloriosa resurrección y su ascensión al cielo.
f) Oblación: por ella, en este memorial la Iglesia, y principalmente la que está aquí y ahora congregada, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la víctima inmaculada. La Iglesia procura que los fieles no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que también aprendan a ofrecerse a sí mismos,[71] se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que finalmente Dios sea todo en todos.[72]
g) Intercesiones: por las que se expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, y que la ofrenda se hace por ella misma y por todos sus miembros, vivos y difuntos, que han sido llamados a participar de la redención y de la salvación adquirida por el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
h) Doxología final: en ella se expresa la glorificación de Dios, y se confirma y concluye con la aclamación: Amén del pueblo.
Rito de la Comunión
80. Como quiera que la celebración eucarística es un banquete pascual, conviene que, según el mandato del Señor, su Cuerpo y su Sangre sean recibidos como alimento espiritual por los fieles debidamente preparados. A esto tienden la fracción y los demás ritos preparatorios, con los que se va llevando a los fieles hasta el momento de la Comunión.
Oración el Señor
81. En la Oración del Señor se pide el pan de cada día, lo cual para los cristianos implica especialmente el pan eucarístico, y se implora la purificación de los pecados, de modo que, en verdad, las cosas santas sean dadas a los santos. El sacerdote invita a orar, y todos los fieles, junto con el sacerdote, dicen la oración; el sacerdote solo añade el embolismo y todo el pueblo lo concluye con la doxología. El embolismo, que desarrolla la última petición de la oración del Señor, pide para toda la comunidad de los fieles la liberación del poder del mal.
La invitación, la oración misma, el embolismo y la doxología conclusiva del pueblo, se profieren con canto o en voz alta.
Rito de la paz
82. Sigue el rito de la paz, por el que la Iglesia implora para sí misma y para toda la familia humana la paz y la unidad, y los fieles se expresan la comunión y la mutua caridad, antes de comulgar con el Sacramento.
En cuanto al gesto mismo de entregar la paz, será establecido por las Conferencias Episcopales, de acuerdo a la índole y costumbres de los pueblos. Sin embargo es conveniente que cada uno dé la paz con sobriedad solamente a los que están más cercanos.
La fracción del pan
83. El sacerdote parte el pan eucarístico con ayuda, si es necesario, del diácono o del concelebrante. El gesto de la fracción realizado por Cristo en la última Cena, que en los tiempos apostólicos dio el nombre a toda la acción eucarística, significa que los fieles siendo muchos, por la Comunión de un solo pan de vida, que es Cristo muerto y resucitado por la salvación del mundo, forman un solo cuerpo (1Co 10,17). La fracción comienza después del rito de la paz, y debe ser cumplida con la debida reverencia; sin embargo no se ha de prolongar innecesariamente ni se le dará una importancia exagerada.
El sacerdote parte el pan y deja caer una parte de la hostia en el cáliz, para significar la unidad del Cuerpo y la Sangre del Señor viviente y glorioso. El coro o el cantor cantan el Cordero de Dios, como de costumbre, con la respuesta del pueblo, o al menos lo dicen en voz alta. La invocación acompaña la fracción del pan, por lo cual puede repetirse cuantas veces sea necesario hasta que haya terminado el rito. La última vez se concluye con las Palabras “danos la paz”.
Comunión
84. El sacerdote se prepara con una oración en secreto para recibir fructuosamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Los fieles hacen lo mismo orando en silencio.
Luego el sacerdote muestra a los fieles el pan eucarístico sobre la patena o sobre el cáliz, y los invita al banquete de Cristo; y, juntamente con los fieles, pronuncia el acto de humildad, usando las Palabras evangélicas.
85. Es muy de desear que los fieles, tal como el mismo sacerdote está obligado a hacer, participen del Cuerpo del Señor con hostias consagradas en esa misma Misa, y en los casos previstos, participen del cáliz (cf. n. 283) de manera que, incluso por los signos, aparezca mejor que la Comunión es participación en el Sacrificio que se está celebrando.
86. Mientras el sacerdote toma el Sacramento comienza el canto de Comunión, el cual debe expresar, por la unión de las voces, la unión espiritual de quienes comulgan, manifestar el gozo del corazón y hacer más evidente el carácter “comunitario” de la procesión para recibir la Eucaristía. El canto se prolonga mientras se distribuye el Sacramento a los fieles. Sin embargo, si se va a cantar un himno después de la Comunión, conclúyase oportunamente el canto de Comunión.
Procúrese que también los cantores puedan comulgar convenientemente.
87. Para el canto de Comunión se puede emplear la antífona del Gradual romano, con o sin salmo, o la antífona con el salmo del Graduale Simplex u otro canto adecuado, aprobado por la Conferencia Episcopal. Lo cantan los cantores solos o bien los cantores o el cantor con el pueblo.
Si no hay canto, la antífona propuesta en el Misal puede ser recitada por los fieles o por algunos de ellos, o por un lector, o en último caso por el sacerdote después de comulgar y antes de distribuir la comunión a los fieles.
88. Terminada la distribución de la Comunión, según las circunstancias, el sacerdote y los fieles oran en secreto por algunos momentos. Si se prefiere, toda la asamblea puede también cantar un salmo, o algún otro canto de alabanza o un himno.
89. Para completar la súplica del pueblo de Dios y para concluir todo el rito de la Comunión, el sacerdote profiere la oración después de la Comunión, en la que se imploran los frutos del misterio celebrado.
En la Misa se dice una sola oración después de la Comunión, que termina con la conclusión breve, es decir:
- si se dirige al Padre: Por Cristo nuestro Señor;
- si se dirige al Padre, pero al final se hace mención del Hijo: Que vive y reina por los siglos de los siglos;
- si se dirige al Hijo: Que vives y reinas por los siglos de los siglos.
El pueblo hace suya esta oración con la aclamación Amen.
D) RITO DE CONCLUSIÓN
90. Al rito de conclusión pertenecen:
a) Dar breves avisos, si fuera necesario;
b) El saludo y la bendición del sacerdote, que en algunos días y ocasiones se enriquece y se expresa con la oración “sobre el pueblo” o con otra fórmula más solemne;
c) La despedida del pueblo por parte del diácono o del sacerdote, para que cada uno regrese a sus tareas alabando y bendiciendo a Dios.
d) El beso del altar por parte del sacerdote y del diácono y luego la inclinación profunda al altar por parte del sacerdote, del diácono y de los otros ministros.
CAPÍTULO III
OFICIOS Y MINISTERIOS
EN LA CELEBRACIÓN DE LA MISA
91. La celebración eucarística es acción de Cristo y de la Iglesia, que es “sacramento de unidad”, es decir pueblo santo congregado y ordenado bajo la autoridad del Obispo. Por eso pertenece a todo el Cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta e influye en él; pero atañe a cada uno de los miembros de este Cuerpo, según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual. De este modo el pueblo cristiano, “raza elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido”, manifiesta su orden interno coherente y jerárquico. Por lo tanto todos los ministros ordenados y los fieles laicos, al desempeñar su función u oficio, harán todo y sólo aquello que les corresponde.
I. OFICIOS DEL ORDEN SAGRADO
92. Toda celebración litúrgica legítima es dirigida por el Obispo, ya por sí mismo, ya por los presbíteros, sus colaboradores.
Cuando el Obispo está presente en la Misa en que está congregado el pueblo, conviene en gran manera que sea él quien celebre la Eucaristía, y los presbíteros, como concelebrantes, se le asocien en la acción sagrada. Esto no se realiza para aumentar la solemnidad del rito, sino para significar de una manera más clara el misterio de la Iglesia, “sacramento de unidad”.
Pero si el Obispo no celebra la Eucaristía, sino que encomienda a otro el hacerlo, conviene que él mismo, con cruz pectoral y revestido con la estola y la capa pluvial sobre el alba, presida la liturgia de la Palabra e imparta la bendición al final de la Misa.
93. También el presbítero, que en la Iglesia en virtud del Orden sagrado tiene la facultad de ofrecer el sacrificio in persona Christi, preside por eso, aquí y ahora, al pueblo fiel congregado, dirige su oración, le proclama el mensaje de salvación, asocia a sí al pueblo ofreciendo el sacrificio a Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo, da a sus hermanos el pan de vida eterna y participa del mismo con ellos. Por consiguiente, cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humildad, y mostrar a los fieles, en el modo de comportarse y de proclamar las divinas palabras, la presencia viva de Cristo.
94. Después del presbítero, el diácono en virtud del orden sagrado recibido, ocupa el primer lugar entre los ministros de la celebración eucarística. En efecto, ya desde la antigua edad apostólica, la Iglesia tuvo en gran veneración el sagrado Orden del diaconado. En la Misa el diácono tiene partes propias: proclama el Evangelio y, a veces, predica la Palabra de Dios, anuncia las intenciones en la oración universal, ayuda al sacerdote en la preparación del altar y asistiéndolo en la celebración del sacrificio, distribuye a los fieles la Eucaristía, especialmente bajo la especie de vino, y a veces indica los gestos y las posturas del pueblo.
II. FUNCIONES DEL PUEBLO DE DIOS
95. En la celebración de la Misa los fieles forman la nación santa, el pueblo adquirido por Dios y el sacerdocio real, para dar gracias a Dios y ofrecer no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, la víctima inmaculada, y aprender a ofrecerse a sí mismos. Procuren, por tanto, manifestar eso por medio de un profundo sentido religioso y por la caridad hacia los hermanos que participan en la misma celebración.
Eviten, pues, toda apariencia de singularidad o división, teniendo presente que tienen un único Padre en el cielo, y por tanto, son todos hermanos entre sí.
96. Formen un solo cuerpo, escuchando la Palabra de Dios, tomando parte en las oraciones y en el canto, y principalmente en la común ofrenda del sacrificio y en la común participación en la mesa del Señor. Esta unidad se manifiesta perfectamente cuando los fieles observan comunitariamente los mismo gestos y posturas.
97. No rehusen los fieles servir con alegría al pueblo de Dios, cada vez que se les pida que desempeñen en la celebración algún determinado ministerio o función.
III. MINISTERIOS PECULIARES
Ministerio del acólito y del lector instituidos
98. El acólito es instituido para el servicio del altar y para ayudar al sacerdote y al diácono. A él le corresponde especialmente preparar el altar y los vasos sagrados y, si fuera necesario, distribuir a los fieles la Eucaristía, de la que es ministro extraordinario.
En el ministerio del altar, el acólito tiene sus partes propias (cf. nn. 187-193), que debe ejercer.
99. El lector es instituido para proclamar las lecturas de la Sagrada Escritura, excepto el Evangelio. Puede también decir las intenciones de la oración universal y, en ausencia de un salmista, proclamar el salmo responsorial.
En la celebración eucarística el lector tiene un ministerio propio (cf. nn. 194-198) que sólo él debe ejercer.
Otras funciones
100. En ausencia de un acólito instituido, pueden servir en el altar y asistir al sacerdote y al diácono ministros laicos que pueden llevar la cruz, las velas, el incensario, el pan, el vino, el agua, y también distribuir la sagrada Comunión como ministros extraordinarios.
101. En ausencia de un lector instituido, se puede encomendar la proclamación de las lecturas de la Sagrada Escritura a algunos laicos que realmente sean aptos y estén diligentemente preparados para desempeñar este ministerio, de manera que los fieles al escuchar las lecturas divinas conciban en su corazón un amor suave y vivo por la Sagrada Escritura.
102. Corresponde al salmista proferir el salmo u otro cántico bíblico interleccional. Para cumplir correctamente su función, es necesario que el salmista posea el arte de salmodiar y tenga dotes para emitir bien y pronunciar con claridad.
103. Entre los fieles ejercen su función litúrgica los cantores o el coro, a quienes pertenece asegurar la justa interpretación de las partes que les corresponden según los distintos géneros de canto, y promover la participación activa de los fieles en el canto. Lo que se dice de los cantores vale, observando lo que se debe observar, también para los demás músicos, especialmente para el organista.
104. Es conveniente que haya un cantor o un maestro de coro para que dirija y sostenga el canto del pueblo. Más aún, cuando falten los cantores, corresponde a un cantor dirigir diversos cantos, con la participación del pueblo en las partes que le corresponden.
105. Ejercen también una función litúrgica:
a) El sacristán, que prepara diligentemente los libros litúrgicos, los ornamentos y las demás cosas necesarias en la celebración de la Misa.
b) El guía, que según las circunstancias propone a los fieles breves explicaciones y admoniciones, para introducirlos en la celebración y disponerlos a entenderla mejor. Es necesario que las admoniciones del guía estén preparadas mesuradamente y sean claras en su sobriedad. Al cumplir su función el guía permanece de pie en un lugar adecuado frente a los fieles, pero no en el ambón.